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¿QUIÉN NOS CUIDA?

Este Posteo del lunes viene algo alternativo y en castellano, porque quien dice me cansé de la lógica centro-periferia que nos hace hablar en inglés. De cara al 8 de marzo, nos paramos para decir que no es un slogan canchero, es un cambio de paradigma tan íntimo que asusta: feminismo. Digo alternativo porque quiero traer de una forma rara y vomitiva algunas reflexiones que quedaron en mi cabeza en relación a mi viaje a Buenos Aires. No tienen un hilo conductor, pero sí una pasta verde que aglutina, tres reflexiones que nos arrojan la pregunta de quién nos cuida.

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By Mili Hurtig 

Antes de llegar

El verano en Viena fue relativamente libre, de encuentros y (de disfrute) de vida pública post-pandémica. En junio estábamos en bares, en parques, caminando las calles de las ciudades que volvían (lentamente) a un pulso vital. Sin embargo, en Buenos Aires continuaba una cuarentena estricta que latía. En septiembre, con la primavera asomando, la gente seguía encerrada, y parecía que no iba a terminar pronto. Me acuerdo (por noviembre) de ver vía instagram la primera vez que se juntaron mis amigxs en un parque cerca de costanera. Sus caras de felicidad no se desarmaban con la nueva distancia social. Vengo a esto para traer algo que noté con este  ‘en el medio’ que se va armando cuando vivís afuera de tu país natal. El posicionamiento: todos estamos posicionados y creamos una perspectiva que recorta, parece algo muy simple pero es algo que no tenemos muy presente. La pandemia es global, el virus está en todos lados, pero cómo nosotros vivimos la pandemia varía según dónde estemos, con quién estemos, cómo estemos, y más.  

Reconocer cómo estamos posicionados y desde dónde hablamos implica esfuerzo y atención a uno mismo. Es y fue un ejercicio históricamente reclamado por las compañeras feministas. 

Pensarnos desde donde estamos, es reconocernos como una parte de un todo más grande, es aceptar nuestros privilegios, es escuchar, es entender que no estamos solas, pero que cualquier paso depara auto-crítica y de-construir para construir colectivamente.  Una ciudad cuidadora y feminista es aquella en donde todxs hacemos un ejercicio diario de entender dónde estamos posicionados para integrar la diferencia. Porque entender que la realidad que vemos está filtrada es entendernos como personas en la escala ínfima de un cuerpo, al lado de otros miles de cuerpos distintos.

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Mi casa 

Llegar, llegar a un lugar que fue tan tuyo es un poco bastante raro después de más de un año de estar navegando otros idiomas, otras ciudades, otros barrios y otras calles. La misma sensación me dio la primera vez que fui a cenar a la casa de mi madre después de haberme independizado. Cuando me fui a vivir sola, la sensación de libertad me hinchó los ovarios, y por un tiempo volver a cenar a la casa de mamá era una sensación de incomodidad que sólo me hacía recordar lo poco que había sido mía esa casa. Pero se ve que uno siempre necesita distancia y perspectiva. Y con el tiempo nos transformamos. Cuando volví esta vez a la casa de mi madre, me vi recapitulando mi casa y adolescencia. Este año y medio afuera indagando feminismos entre mujeres y experiencias me abrió ciertas sensibilidades que afloraron en la casa adolescente.¿Quién nos cuida? Pasé de la escala del cuerpo y de reconocerme como parte de un contexto, a la escala de mi casa y de mi barrio. 

Mi mamá, madre soltera de dos adolescentes en un apartamento: levantarnos para ir al colegio, organizar las mañanas, los mediodías y las tardes, escucharnos llorar por todo lo que queríamos llorar, reuniones de padres (cuando la mayoría son Madres), cada cena, cada almuerzo, cada cosa que había en mi casa: las galletitas bañadas y el dulce de leche, cada visita al médico, cada escucha atenta, cada torta en los cumpleaños, cada corte de pelo, cada exploración capilar en busca de piojos, cada domingo de empanadas, sentarse por horas a estudiar matemáticas, organizar programas paradigmáticos. Cada hora, todo el tiempo: cuidar. Cuidar sin ser un ‘hacer’ reconocido, remunerado y valorado. Por que lamentablemente seguimos viviendo en una sociedad con instinto patriarcal que lo que pone en valor es lo que tiene que ver con la producción: con aquello que genere dinero. Los sectores relacionados al cuidado son un bien precarizado e invisibilizado, es decir, lo que pasa adentro de casa no lo contextualizamos como una expresión política. Sin embargo, todos esos entramados alrededor del ‘cuidado’ son indispensables para que la vida funcione: todos tenemos que comer, todos tenemos que recibir atención, e idealmente todos deberíamos recibir contención para crecer y subsistir. Una sociedad que no cuida, no es. 

Una ciudad feminista es una ciudad que cuida y te deja cuidar, es una sociedad que pone en valor las tareas asociadas a la salud, a la educación, a la diversidad cultural, que escucha y contiene a las poblaciones más vulneradas como las personas niñas, ancianas, migrantes y disidencias. Mi mamá y Mariela fueron las dos mujeres que hicieron que la vida mía y de mi hermano afloren. Me pregunto ¿cómo hicieron para dar tanto tiempo y amor sin especular ningún retorno social? 

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Mi barrio

Ya a un par de semanas de estar por casa se me tensaron pensamientos relativos a la ciudad cuidadora y Buenos Aires. Después de llegar y de forma casi automática se me encendieron varias alertas internas a modo de reflejo a la vida pública. Me sorprendí lo tan naturalizado que tenemos el traje de ‘mujer transformer’ (no reconocida) que llevamos cada vez que salimos a la calle y pisamos el espacio público. Cuando salgo de mi casa, saco un radar supersónico de alcance radial atento a todos los movimientos que hay en la cuadra. Sé la persona que tengo adelante y a cuántos metros de distancia está la persona por detrás. La cuadra de mi casa ya es como un ecosistema de ‘gente no conocida’ pero ‘conocida’ en donde los encargados de edificios (en su mayoría hombres), las verduleras, las que atienden en los kioskos, todas esas caras son caras de complicidad de gente que sé que no me va a lastimar. Pero eso es lo curioso. Lo naturalizado que tenemos que nos pueden lastimar. 

Memoria #1: salí a tomar algo con una amiga pasando los límites del barrio de Almagro y vuelvo sola a casa, de noche y llueve un poco. En cuanto me despido, agarro bien el saco que tengo, aunque no tenga frio y me envuelvo en un intento de desaparecer. A la vez y con sentimientos encontrados ‘pienso’ (mientras camino): Si vas con ese ‘intentar desaparecer’, te ves algo frágil, Milagros, es de noche y todavía faltan varias cuadras, quizás tenés que mostrar más seguridad, quizás tenés que fingir confianza. Y saco la cabeza mirando un poco desde arriba el resto de la cuadra vacía. Cambio el ritmo y le doy gracia a mi caminar rápido y seguro, aunque por dentro voy sintiendo la no seguridad de saber si voy a llegar viva a casa. 


No es exageración, es una sensación: mía y de muchas mujeres.  Es loca la naturalidad con la que vivimos el miedo que guía cada viaje a casa. 

Y pienso en todas esas mañanas yendo a la facultad, llegar a Ciudad Universitaria un sábado a la madrugada, entre calles que todavía guardaban los resabios de un viernes que no muere, y caminando rápido, y una agenda de estrategias. Camino sin prestar tanta atención como para llamar la atención, concentradísima en llegar a mi destino, inhibida de cualquier distracción, eligiendo personas que me inspiran ‘confianza’ y ponerme lo suficientemente cerca, para que ‘alguien’ piense que voy acompañada, pero lejos para que no piense que lo/la estoy acechando. Hacer que voy escuchando música para esquivar la mirada de algunos hombres que vuelven de fiesta, esquivar borrachos que gritan cosas, cruzar esquinas para evadir encuentros, doblar donde no tengo que doblar, esconderme atrás de un árbol, no cruzar la plaza, entrar al shopping por que ‘hay gente’, correr. Correr con miedo hasta llegar. 

Llevar las llaves en la mano, para no perder tiempo y darle posibilidades a ‘atacantes’. Entrar al departamento y por unos tres segundos (de un silencio eterno) esperar el ‘clac’ de la puerta cerrándose detrás de mi, y mirar la puerta ‘cerrada’ y respirar. 

Miedo, sentimos mucho más miedo de lo que creemos, y nos entrenamos todos los días para no mostrarlo. Está impreso en nuestro traje de mujer que sale a la calle, que dobla la esquina, que se sube al colectivo, baja al subte, cruza la plaza y se entrega a la noche. 

Una ciudad feminista es una ciudad que te cuida y contiene. Es una sociedad que entiende que todos y todas vivimos de forma distinta el espacio público y estamos definidos por factores como el género, la cultura y la edad. Las ciudades no están preparadas para contener estas diferencias, han sido construidas con una perspectiva masculina y productiva que desvaloriza las experiencias de muchísimas mujeres y disidencias. 

Creo en un futuro urbano que reconoce y pone en valor las tareas asociadas al cuidado y a la reproducción de la vida. Una ciudad que nos da la posibilidad de preguntarnos (en lo personal y en lo colectivo): ¿quién nos cuida? ¿cómo nos cuidamos? y ¿a quién cuidamos? Una ciudad feminista es una ciudad que nos permite pensarnos para de-construirnos y transformarnos. 

A mi mamá y a todas las cuidadoras!

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Original drawings by Mili Hurtig 

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